«La vida es un festín al que sólo
se puede acceder a través de la extrañeza. El que
deja de asombrarse deja de ver. No ve quien ve normal el hecho sorprendente
y raro de estar vivo». El festín de Marcos Díez
(Santander, 1976) es un canto a una vida que devoramos al tiempo
que nos devora, una celebración que tiene su origen no en
un optimismo ciego sino en la certeza de que todo puede ir a peor
en cualquier instante. El autor defiende que la vida brilla más
y la quincalla menos cuando uno no pierde de vista su inevitable
desaparición. Ese vitalismo que nace del reconocimiento de
la fragilidad es uno de los ejes de un libro existencial en el que
se entremezclan lo áspero y lo festivo. «Acostumbrados
a mirar a todas horas, saturados de tanto mirar, vivimos inmersos
en esa paradoja de que miramos pero casi no vemos». Marcos
Díez tensa la mirada para intentar ir más allá
del decorado en el que se desarrolla la vida, para atrapar lo que
es esencial y, sin embargo, pasa desapercibido tantas veces ante
nuestros ojos. La autoparodia para desdramatizar el yo, la importancia
del lenguaje en la construcción del pensamiento, el sentido
vital a través de los afectos, el azar, las circunstancias
y los límites de la voluntad son otros de los ingredientes
de un festín de medio centenar de fragmentos en los que el
autor se sumerge en lo confuso en busca de una claridad mayor.
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